viernes, 30 de enero de 2015

UH.

Hoy mi hermana cumple quince años. Hace una semana que estoy rememorando cosas y llorando como una maldita desquiciada de telenovela. Miro fotos y videos de cuando éramos más chicas, hablo con todo el mundo del mismo tema, me río, la miro, la abrazo hasta que se altera, no sé, siento una profunda confusión de palpitaciones y una chochera bárbara.
Sara tiene un nombre tan lindo porque me dejaron elegirlo, le querían poner Martina o Julieta, pobrecita. Y si bien me cagó mi estatus familiar haciendo que dejara de ser la más chica, e hizo que padeciera el horrible síndrome del hijo del medio, no puedo estar más que agradecida de tener algo tan incondicional en mi mundo. Con ella tuve  que aprender a esperar, a consolar, a cultivar la paciencia, el amor, la madurez, el arte de cagarla a trompadas sin que escucharan mis padres. Porque el cambio es rotudno, porque todo se divide en tres, y a uno le entran celos ciegos mezclados con responsabilidad e instinto sobreprotector. Cuando la tuve por primera vez en mis brazos tenía seis años y sentí cómo mis venas e iban llenando de un nosequé que aún persiste, esfervecente.
A medida que crecimos, y pasamos las etapas de peleas y rechazo constante, nos entendimos. Y ACÁ, señores, ACÁ RECONOCIMOS EL AMOR, la hermandad posta, la de preferirnos por sobre todo.
Hoy ya podemos hablar de sexo, de drogas, de música, de películas, de cómo arreglar las cosas que están tan mal en este país. Toda la vida me encargué de moldearla para que saliera un bichito bien raro pero es indomesticable, salió cualquier cosa, lo cual es hermoso.

Por eso brindo casi todas las horas por Sara, mi hermana que eligiría mil veces, hasta el cansacio.