miércoles, 14 de enero de 2015

La inestabilidad emocional. (Este es uno viejo)

Hace muchos días estoy sola en mi casa y me aburro. Me aburro y me pongo patas pa’rriba a contar soles, a escuchar el crujir de la leña quemándose, la sequita, que no tiembla ni escupe nada. Me invento diálogos, tristísimo. A veces pienso que estoy dando una conferencia; enfrento al espejo con una retórica seria. Necesito que alguien me de bola.

En la tarde de hoy más que melancolía, sentía ganas de suicidarme. Mirar ese cielo gris condensado daba fiebre. Ya venía de un sueño bastante amargo para seguir agregándole humedades.
Entre lamentos y chocolatada sentí una voz de ardillita en el zaguán de mi casa, abrí la puerta y había un montón de botijas jugando a los padres que iban a hacer las compras. Tenían todo bastante organizado pero les faltaba un cajero, sí, era una mezcla de supermercado con almacén barrial. Una hermosura. Yo me ofrecí humildemente al empleo, ya que hace meses estoy buscando laburo y no creo hallar mejor oportunidad.

El ritmo se fue desarrollando luego de interiorizar los roles, al principio estábamos medios incómodos pero al tercer tomate que se me cayó, nos desinhibimos del todo. A medida que se soltaban, empecé a notar ciertas actitudes, ciertos comentarios, que empezaron a tener un protagonismo importante -para mí- en el juego.

Para ser niños entre 6 y 9 años, tenían muy latente posturas que probablemente saquen de los adultos con los que se relacionan -que novedad-. Sobre todo en la forma de expresarse y ver el mundo. Por ejemplo, el personaje de la vecina chusma, que se refugia en susurros intencionales y miradas de desaprobación, estaba muy bien interpretado por Magalí; Pedro no pedía arroz en la caja, sino puchos, así, pu-chos, con una naturalidad contundente. Dos niñas que interpretaban a madres amigas hablaban del BPS, y del Carlos, y del amor. Una andaba con su hija Gimena, a quien destrataba en cuanta ocasión podía, le repitió un par de veces “cuando llegues a casa ya vas a ver”. Seis, siete, ocho, nueve años. Yo veinte primaveras y con ganas de llorar y contarles un cuento, de cantarles canciones, de decirles que jueguen a hacer comiditas, dibujos, burbujas.

Me quedé unos minutos en silencio, observando como se internaban en su visión del mundo adulto, en la desconexión con la infancia, en la realidad de “no, Gimena, no te puedo comprar un chicle porque no llegamos ni a fin de mes.”

Por favor que mañana no llueva.